Por fin he llegado a esta gran capital del mundo. Si hace quince años hubiera podido verlo en buena compañía, con un guía bien informado, me habría considerado muy afortunado. Pero como era de esperar que lo viera solo y con mis propios ojos, es bueno que esta alegría me haya tocado en suerte tan tarde. Sobre las montañas del Tirol he volado. Verona, Vicenza, Padua y Venecia las he visto con detenimiento; he echado un vistazo apresurado a Ferrara, Cento, Bolonia, y apenas he visto Florencia. Mi ansiedad por llegar a Roma era tan grande, y crecía tanto conmigo a cada momento, que pensar en detenerme en cualquier lugar era totalmente imposible; incluso en Florencia, sólo me quedé tres horas. Ahora estoy aquí a mis anchas, y como parece, estaré tranquilo toda mi vida; porque casi podemos decir que una nueva vida comienza cuando un hombre ve con sus propios ojos todo lo que antes sólo ha oído o leído parcialmente.
Todos los sueños de mi juventud los veo ahora realizados ante mí; los temas de los primeros grabados que recuerdo haber visto (varias vistas de Roma estaban colgadas en una antecámara de la casa de mi padre) se presentan corporalmente ante mi vista, y todo lo que había conocido durante mucho tiempo, a través de pinturas o dibujos, grabados, o cortes de madera, moldes de yeso y modelos de corcho, se presentan aquí colectivamente ante mis ojos. Dondequiera que vaya encuentro algún viejo conocido en este nuevo mundo; todo es tal como lo había pensado, y sin embargo todo es nuevo; y lo mismo podría decir de mis propias observaciones y mis propias ideas.
No he adquirido ningún pensamiento nuevo, pero los más antiguos se han vuelto tan definidos, tan vívidos y tan coherentes, que casi pueden pasar por nuevos....
Llevo ya siete días aquí, y poco a poco me he ido haciendo una idea general de la ciudad. Vamos con diligencia hacia atrás y hacia adelante. Mientras me familiarizo con el plano de la vieja y la nueva Roma, viendo las ruinas y los edificios, visitando esta y aquella villa, los objetos más grandiosos y notables se contemplan lenta y pausadamente. No hago más que mantener los ojos abiertos y ver, y luego ir y volver, porque sólo en Roma uno puede prepararse debidamente para Roma. Hay que confesar, en verdad, que es un asunto triste y melancólico pinchar y rastrear la antigua Roma en la nueva Roma; sin embargo, hay que hacerlo, y podemos esperar al menos una gratificación incalculable. Nos encontramos con rastros tanto de majestuosidad como de ruina, que superan por igual toda concepción; lo que los bárbaros perdonaron, los constructores de la nueva Roma hicieron estragos....
Cuando uno contempla un objeto de dos mil años de antigüedad y más, pero tan múltiple y completamente alterado por los cambios del tiempo, pero, ve, sin embargo, el mismo suelo, las mismas montañas, y a menudo, de hecho, las mismas paredes y columnas, uno se convierte, por así decirlo, en un contemporáneo de los grandes consejos de la Fortuna, y así se hace difícil para el observador rastrear desde el principio Roma siguiendo a Roma, y no sólo la nueva Roma sucediendo a la vieja, sino también las diversas épocas de ambos, la vieja y la nueva, en sucesión. Me propongo, en primer lugar, recorrer a tientas y en solitario las partes más oscuras, pues es el único plan con el que se puede esperar perfeccionar plena y completamente las excelentes obras introductorias que se han escrito desde el siglo XV hasta nuestros días. Los primeros artistas y estudiosos se han ocupado toda su vida de estos objetos.
Y esta inmensidad tiene un efecto extrañamente tranquilizador sobre ti en Roma, mientras pasas de un lugar a otro, para visitar los objetos más notables.
En otros lugares hay que buscar lo importante; aquí se está oprimido y agobiado por innumerables fenómenos. Dondequiera que uno vaya y eche un vistazo a su alrededor, el ojo se encuentra de inmediato con algunas formas de paisaje de todo tipo y estilo; palacios y ruinas, jardines y estatuas, vistas lejanas de villas, casas de campo y establos, arcos de triunfo y columnas, a menudo apiñados de tal manera, que todos ellos podrían ser esbozados en una sola hoja de papel. Debería tener cien manos para escribir, pues qué puede hacer aquí una sola pluma; y, además, al atardecer uno está bastante cansado y agotado por el día de ver y admirar.
Mi extraño, y tal vez caprichoso, incógnito me resulta útil de muchas maneras que nunca debería haber pensado. Como cada uno se cree en el deber de ignorar quién soy, y en consecuencia nunca se atreve a hablarme de mí y de mis obras, no les queda más remedio que hablar de sí mismos, o de los asuntos que más les interesan, y de este modo me informo circunstancialmente de las ocupaciones de cada uno, y de todo lo notable que se toma en mano o se produce. Hofrath Reiffenstein se toma con humor este capricho mío; pero como, por razones especiales, no podía soportar el nombre que yo había asumido, me nombró inmediatamente Barón, y ahora me llaman el "Barón gegen Rondanini über" (el Barón que vive frente al Palacio Rondanini). Esta designación es suficientemente precisa, sobre todo porque los italianos acostumbran a hablar de las personas bien por su nombre de pila, bien por algún apodo. Suficiente; he conseguido mi objetivo; y me libro de la terrible molestia de tener que dar cuenta a todo el mundo de mí y de mis trabajos....
En Roma, la Rotonda, tanto por su exterior como por su interior, me ha movido a ofrecer un voluntarioso homenaje a su magnificencia. En San Pedro aprendí a comprender cómo el arte, no menos que la naturaleza, aniquila las medidas y dimensiones artificiales del hombre. Y del mismo modo el Apollo Belvidere también me ha sacado de la realidad. Porque, al igual que los grabados más correctos no proporcionan una idea adecuada de estos edificios, lo mismo ocurre con el original de mármol de esta estatua, en comparación con los modelos de yeso de la misma, que, sin embargo, solía considerar hermosos.